Por Andrea Mayoral
Psicóloga. Experta en acompañar a personas migrantes en procesos de adaptación y reinvención personal.
La migración es un proceso que, durante décadas, ha sido subestimado. En muchos países — especialmente en Latinoamérica— se percibe como un fenómeno casi mágico, donde quien emigra da un salto directo hacia una vida feliz y próspera. Así fue como me criaron: con la idea de que salir del país era equivalente a “ganarse la lotería”. Y aún hoy algunos familiares y amigos piensan que fue exactamente eso lo que ocurrió el día que decidí emigrar.
No puedo negar que migrar es una aventura transformadora, una experiencia que cambia radicalmente nuestra visión del mundo. Sin embargo, nunca he sentido que gané la lotería. A veces, incluso, siento que he cambiado tanto, que ya no sé con certeza quién soy.
El dinero no lo es todo. Aunque es cierto que en el extranjero los ingresos pueden ser más altos que en nuestros países de origen, la realidad es que también tenemos que pagar vivienda, alimentación, transporte, útiles escolares… todo con la moneda local. Por eso, cada euro que enviamos a nuestras familias no es “dinero fácil”, ni mucho menos un obsequio caído del cielo. Es fruto de largas jornadas laborales, muchas veces de más de doce horas al día, sacrificando descanso, tiempo libre y vida personal.
La mayoría de los migrantes no nadamos en abundancia: simplemente trabajamos sin descanso. Enviar dinero implica renuncias, pero lo hacemos con amor, porque ese compromiso con nuestros seres queridos es lo que nos da fuerza para seguir adelante, incluso cuando sostenemos dos o tres empleos al mismo tiempo.
Una de las consecuencias más profundas de migrar es que desarrollamos una gran capacidad de entrega y sacrificio. El migrante da sin esperar recompensa. Se alimenta de sus sueños, de su esperanza, y confía en que la vida le retribuirá de alguna manera. Pero no se trata solo de esfuerzo físico o económico. Migrar implica también una ruptura emocional profunda.
Recibo con frecuencia mensajes de personas interesadas en migrar, que me piden consejos sobre cómo hacerlo. La mayoría cree que basta con reunir los papeles, obtener una visa y encontrar un empleo. Pero esa es solo la superficie. Migrar es, sobre todo, un viaje hacia el interior de uno mismo. Un proceso que nos confronta con nuestras debilidades, nuestra soledad, y también nuestra fuerza interior.
Cuando migramos, renunciamos —a veces sin darnos cuenta— a nuestra vida previa: familia, amigos, estatus social, costumbres, idioma, referencias culturales. Nos enfrentamos a un vacío que, con el tiempo, se transforma en una oportunidad para reconstruirnos. Por eso digo que migrar es como llegar a otro planeta. Y lo más duro —aunque también lo más enriquecedor— es aprender lo que significa estar verdaderamente solos. No en el sentido literal, ya que muchos migramos con nuestras familias o conocemos nuevas personas. Hablo de una soledad psíquica, de ese momento en que el único apoyo real es uno mismo.
No todas las personas logran adaptarse. No todas logran romper la barrera cultural o vencer sus propios fantasmas. Algunas, incluso con buenos trabajos, deciden volver con la certeza de que nunca debieron haberse ido. Pero incluso en esos casos, la experiencia transforma: les enseña a valorar, a resignificar, a ser más felices con lo que antes no apreciaban.
Desde esta doble mirada —quedarse o regresar— otra gran consecuencia de migrar es el aprendizaje profundo: aprendemos a ver lo positivo en todo, a encender una llama interior que no se apaga.
¿Se puede ser feliz en el extranjero?
La respuesta es un claro y rotundo sí. Pero no es inmediato. No es como ganarse la lotería. Es más bien como encontrar un tesoro después de una larga búsqueda. El migrante vive con la sensación constante de que algo le falta. Y es esa misma sensación la que lo impulsa a crecer, a soñar, a avanzar.
Conozco personas migrantes que han dormido en la calle, pasado hambre, sufrido discriminación, maltrato físico y emocional. Y aun así siguen luchando por encontrar su lugar en el mundo. Ellas no se rinden, porque sus sueños son más grandes que sus dificultades. Otra consecuencia de migrar, entonces, es el desarrollo de una enorme capacidad de resiliencia, adaptabilidad y tolerancia.
Quiero terminar con un mensaje para cada etapa del camino migratorio:
- A quienes ya llevan años en el extranjero, mis más sinceras felicitaciones. Ustedes son testimonio de que es posible integrar lo mejor de dos culturas, que se puede ser feliz aquí y allá. Han aprendido a valorar lo que tienen y lo que dejaron atrás.
- A quienes están comenzando, les digo: no se detengan. La montaña es alta, sí, pero todos sabemos que desde la cima la vista es más hermosa.
- A quienes apenas están pensando en migrar, les recomiendo que se preparen. No es fácil. Será una aventura con momentos buenos y malos. No todo es color de rosa, pero si se mantienen firmes, podrán encontrar algo más que una vida en otro país: encontrarán la capacidad de ser felices consigo mismos. Y eso es lo más importante en la vida.
Gracias por leer,